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No he querido ser uno de esos analistas precipitados y comenzar a propinar mandobles a Trump desde el mismo día de su elección. Tampoco desde el de su toma de posesión. Ha sido un ejercicio por mantener la objetividad y no permitir que los prejuicios nublasen mi percepción, sí, pero he de reconocer que también representaba un atisbo de esperanza.
Esperanza en que gran parte de las bravatas populistas que han llevado al magnate a la Casa Blanca fueran precisamente eso, bravatas. Esperanza en que, una vez alojado en el despacho oval, a la sombra de Lincoln, Washington o Jefferson y, de paso, a la de los grandes poderes económicos del país y del mundo, Donald moderase, si no su discurso, al menos las decisiones ejecutivas que de él se derivasen.
Nada más lejos de la realidad. Trump sólo ha tardado una semana en confirmar los peores temores sobre su administración. La web en castellano de la Casa Blanca ha desaparecido, así como otras dedicadas a otros tipos de minorías.
Se han impuesto nuevos visados que, en algunos casos, afectan a residentes legales en el país que están teniendo problemas para regresar y la idea de construir el muro entre los Estados Unidos y México parece que va en serio. No voy a poder esperar más para analizar lo que pasa en el país más importante del mundo. Permítaseme comenzar regresando, por un momento, a mi infancia.
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Cuando era pequeño, vi una superproducción de Hollywood llamada “La Caída del Imperio Romano”. Absolutamente de cartón piedra, sí, como muchas de la época, pero muy ilustrativa, al menos a los ojos de un niño. Uno de los pasajes que más llamó mi entonces impresionable atención fue aquél en el que los invasores bárbaros, detentadores del poder militar, ofrecían el trono imperial romano al mejor postor, mientras un grupo de patricios romanos pujaban con sus denarios como si de una subasta se tratase. Quien más pagaba a los germanos, ocupaba el trono, al menos hasta que los bárbaros recibieran una oferta mejor y le sustituyesen.
Esto sucedía en la etapa final del Imperio Romano, sí, un estado que abarcaba todo el mundo conocido pero que se encontraba en franca descomposición. Sin embargo, la costumbre procede de tiempos mucho menos decadentes. Ya en el año 193 se produjo la primera subasta del poder imperial. Un tal Didio Juliano, senador, adquirió, de la guardia pretoriana, el trono romano por 25.000 sestercios, 5.000 más de los que ofreció su rival, Sulpicio, general romano.
Fue la primera vez que se produjo, el primer síntoma de que la decadencia imperial se avecinaba y el precedente que permitió que finalmente los emperadores no fuesen más que peleles en manos de la soldadesca, romana o bárbara, que acabaría por prescindir de ellos y disolver el imperio, dando fin a la gloriosa Antigüedad y comienzo al periodo más oscuro de la Historia: la Edad Media.
Y no puedo evitar, lustros después, encontrar un inquietante paralelismo entre ese inicio de la decadencia del primer gran imperio de la historia y la no menos inquietante llegada de Donald Trump al gobierno del, hasta ahora, último gran imperio de la historia. El esperpento de la subasta entre Juliano y Sulpicio sucedió durante en vacío de poder –el año de los cinco emperadores- que se produjo tras la muerte del emperador Cómodo, que fue el primer césar de la historia en llegar al cargo por el simple hecho de ser el hijo del anterior emperador, Marco Aurelio, a pesar de que nunca reunió las características propias para el cargo, pues desde muy joven fue un hedonista irresponsable y tiránico. Su reinado fue tan dañino para la imagen y el funcionamiento de las instituciones romanas que, tras su asesinato, éstas estaban tan menoscabadas que tuvo lugar el año de los cinco emperadores y la mencionada subasta.
¿Les recuerda a alguien? Georges W. Bush fue el primer presidente de los EEUU que era hijo de otro presidente, quien usó su nombre, dinero e influencias para auparlo al cargo a pesar de su disoluta juventud, escándalos de alcoholismo incluidos, y su escasa capacidad gestora e intelectual. La presidencia de Bush Jr. vivió la caída de símbolos como las Torres Gemelas, la invasión gratuita de países como Iraq y, en menor medida, Afganistán y, en definitiva, una pérdida de credibilidad sin precedentes de las instituciones estadounidenses tanto dentro como fuera del país.
Tras sólo ocho años en los que apenas se ha podido recuperar levemente la imagen del país y la fiabilidad de sus instituciones, nos encontramos a Trump quien, con el mero uso de su dinero, control sobre los medios e imagen de jefe absoluto y resolutivo, ha conseguido pujar ante su electorado más fuertemente que su rival, Hillary Clinton, quien también contaba con el apoyo de importantes lobbies y que, de hecho, obtuvo más votos que su rival. No sé si la diferencia habrá sido mayor o menor de 5.000 dólares o sestercios, pero el parecido con la puja entre Juliano y Sulpicio es innegable.

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Además, una de las medidas más llamativas de Trump es la construcción del muro de marras entre México y su país. No puedo, de nuevo, evitar recordar cómo comenzó la Edad Media. Las antaño prósperas, populosas y cosmopolitas ciudades romanas, que comerciaban con todo el mundo conocido y en cuyos puertos y mercados podía encontrarse gente de cada rincón del imperio e, incluso, de fuera de él, comenzaron a construir murallas a su alrededor. Parecía la única forma de protegerse en una situación en la que el poder del estado había desaparecido y, con él, la seguridad que podía ofrecer. Así comenzó el feudalismo, la era de los castillos y las fortalezas, del oscurantismo que separaba pueblos, razas y naciones, que hizo que la lengua latina, que durante mil años había sido vehículo de comunicación universal, se dividiera en idiomas ininteligibles entre sí, que condenó a los hombres al desconocimiento unos de los otros, impedidos por muros y murallas -físicos, mentales o religiosos- y al odio de las guerras medievales, como las Cruzadas. Una época oscura de la que Europa apenas pudo comenzar a recuperarse después de un milenio, con la llegada del Renacimiento, movimiento artístico, cultural y filosófico que trataba, precisamente, de recuperar la grandeza y la luz de la antigüedad, de la Grecia y de la Roma que habían caído entre tanto muro, subasta de poder y decadencia, pero cuyo recuerdo y grandezas no habían caído en el olvido.
En fin, espero que el alzamiento de muros no se produzca finalmente y que, si se produce, este mundo globalizado y esta sociedad de la comunicación resistan más al oscurantismo que aquél de hace 2.000 años. No las tengo todas conmigo porque la historia, por triste que parezca, tiende a repetirse con demasiada frecuencia.